Una
pregunta frecuente que hacen las personas acerca de nuestro trabajo en Amazonas
es ¿Recuerdas alguna anécdota? Dos años atrás me tomaba algo de tiempo pero en
este momento el repertorio de anécdotas ha crecido considerablemente.
Ahora
mismo puedo recordar un día que nos invitaron a visitar una comunidad por el
río Orinoco. Fuimos muy claros al decir que los acompañaríamos pero que debían
conseguir un motorista porque nosotros estábamos recién llegados aquí y Leover
no conocía bien el canal en verano (de hecho todavía está aprendiendo, no es un
asunto sencillo). Cuando llegamos al lugar de encuentro, había bongo, motor,
combustible y pasajeros, pero no había motorista. De hecho, Leo era el
motorista. Medio protestamos, pero antes de que me diera cuenta íbamos río
abajo con mi esposo a cargo del motor y la hermana que nos invitó dirigiéndole
por la ruta correcta. Ya íbamos bien avanzados cuando de repente nos
encontramos en una parte del río con piedras en la superficie. Afortunadamente,
Leover tuvo buenos reflejos y levantó la pata del motor a tiempo. Él y la
hermana se bajaron del bongo y lo empujaron para pasar sobre la piedra, yo me
quedé en el bongo muy asustada y agradecida de tener puesto el salvavidas.
Gracias al Señor no pasó del susto, seguimos nuestro camino y pasamos un
excelente día en esa comunidad.
En otra
oportunidad nos encontrábamos en Puerto Ayacucho, con muchas ganas de irnos a
Atabapo pero los transportes fluviales no estaban trabajando. Por eso nos
fuimos al puerto, para ver si encontrábamos con quien subir a Atabapo. Llegamos
a Samariapo a las siete de la mañana y a mediodía todavía estábamos allí, junto a muchas otras personas que
también estaban tratando de conseguir como llegar a Atabapo. Pasado el mediodía llegó al puerto un señor
del pueblo y comenzó a alistar su voladora para irse. Por supuesto, había
muchos ojos sobre ese señor y su lancha, pero cuando traían la voladora a la
orilla pasó lo impensable: ¡Se resbaló bruscamente el tambor del combustible y
eso hizo que la lancha se hundiera frente a nuestros ojos! Yo me desilusioné
muchísimo porque lo que pensé era que ya no íbamos a viajar y tanta espera
había sido en vano, pero en menos de lo que imaginé estaban sacando la lancha,
secándola un poco y prendiendo el motor, lo cual indicaba que sí iba a viajar,
lo que me asustaba todavía más porque acababa de ver cómo se hundía. Algunas de
las personas que pensaban en viajar en esa lancha se asustaron por lo sucedido,
y eso hizo espacio para nosotros. Nos montamos, y navegamos hasta Atabapo, a
donde llegamos casi a las ocho de la
noche.
Recientemente,
estuvimos en Puerto Ayacucho esperando por tres días para poder salir en el
transporte. Por fin, el viernes fuimos al puerto, nos montamos en la lancha y
zarpamos. Ya habíamos recorrido al menos 30 minutos y de repente el motor
comenzó a sonar “Taca, taca, taca” y supimos que algo no andaba bien. Trataron
de repararlo, pero no había nada que hacer: un pistón dañado, la única opción
era volver al puerto con el otro motor que apenas podía mover la voladora que
iba muy pesada. Tardamos casi hora y media regresando y ni siquiera nos
llevaron al puerto principal, nos dejaron en puerto Morganito, cerca de Isla
Ratón. No sabíamos qué hacer; volver a Puerto Ayacucho era quedarse unos
cuantos días más allí. Llamamos a unos amigos de una comunidad que habíamos
visto en el puerto, ellos estaban por salir ese día, y nos dijeron que saldrían
al día siguiente debido a un sello que hacía falta a sus papeles. También
llamamos a una familia misionera que vive cerca de donde nos dejaron para
pedirles hospedaje por esa noche y poder salir al día siguiente.
Lo
cierto es que dijeron que nos recibirían, tomamos una lancha pequeña para
cruzar a la isla donde ellos viven y pasamos una excelente tarde hablando con
ellos y compartiendo con sus preciosos hijos. Descansamos ahí esa noche, y como
a las diez de la mañana ya estábamos saliendo de su casa rumbo al puerto para
encontrarnos con los otros amigos que nos rescatarían en su barco.
Ya era
casi mediodía cuando pasaron por nosotros en un barco grande y cargado de
combustible. Sabíamos que no sería cómodo y que sería un viaje largo. ¡Diez
horas es mucho tiempo para pensar en muchas cosas! Llevamos algo de sol,
después llovió y nos mojamos, hizo mucho frío al oscurecer; estábamos tan
aburridos, mi esposo sufre más por esa razón que yo, porque siempre quiere
tener algo qué hacer. Por fin llegamos a Atabapo casi a las diez de la noche, y
muy cansados y adoloridos.
Más que
anécdotas, que por supuesto no son todas, estas son historias de cómo Dios nos
ha cuidado estos dos años y medio, y nos ha enseñado a disfrutar de todas estas
aventuras.